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sábado, 26 de septiembre de 2015

Teresa y Cervantes o el poder de la lectura

Hace 500 años nacía en Ávila una hija de Alonso Sánchez de Cepeda y de Beatriz Dávila y Ahumada; la niña sería conocida universalmente como Santa Teresa de Jesús. Cien años después, Miguel de Cervantes publicaba en Madrid la segunda parte del Quijote: El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, la historia verdadera de otro Alonso, Alonso Quijano. El Quijote es la novela española más universal.
Dos centenarios que, coincidiendo en este año de 2015, a priori puede parecer que no guardan mucha relación.
        Mujer y varón; religiosa y laico; soltera y casado; autora de literatura ascética y mística y autor de literatura profana; escritora por mandato y escritor por pasión…
        Sin embargo, pueden hallarse relevantes puntos de contacto entre estos dos castellanos que coincidieron los 38 años que abarcan el nacimiento de Cervantes en 1547 hasta la muerte de Teresa en 1585. 


Uno de los factores comunes entre Teresa y Cervantes es el amor a los libros, su pasión lectora, que les hizo compartir durante un tiempo de sus vidas el gusto por un determinado género literario: las novelas de caballerías. La afición de Cervantes por los libros de caballerías es un dato decisivo de su biografía, pues el Quijote es sátira de ese género, como confiesa el autor en las últimas palabras de la novela: 

no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que, por las de mi verdadero don Quijote, van ya tropezando, y han de caer del todo, sin duda alguna.

Cervantes es un lector ávido y consciente, con capacidad de criticar lo leído. El propio Quijote es novela sobre el efecto de la lectura. 
Y Teresa, en el Libro de su vida escribe:

[Mi madre] Era aficionada a libros de caballerías, y no tan mal tomaba este pasatiempo, como yo le tomé para mí; porque no perdía su labor, sino desenvolvíamonos para leer en ellos: y por ventura lo hacía para no pensar en grandes trabajos que tenía, y ocupar sus hijos que no anduviesen en otras cosas perdidos. Desto le pesaba tanto a mi padre, que se había de tener aviso a que no lo viese. Yo comencé a quedarme en costumbre de leerlos, y aquella pequeña falta, que en ella vi, me comenzó a enfriar los deseos, y comenzó a enfriar en lo demás; y parecíame, no era malo, con gastar muchas horas del día y de la noche en tan vano ejercicio, aunque escondida de mi padre. Era tan en extremo lo que en esto me embebía, que si no tenía libro nuevo, no me parece tenía contento. Comencé a traer galas, y a desear contentar en parecer bien, con mucho cuidado de manos, y cabello, y olores, y todas las vanidades que en esto podía tener, que eran hartas por ser muy curiosa. (2)

El relato teresiano evoca aquel quijotesco: 

él se enfrascó tanto en su letura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo. (I, 1)

        Como señalaba Erasmo, los hombres se parecen a los hombres que leen. Cada uno, Teresa y don Quijote, se fijó en lo que más le llamaba la atención. Teresa en los galanteos de que eran objeto las damas. Don Quijote en las acciones heroicas de los caballeros.
        Teresa y Cervantes han sido lectores de caballerías y, después, críticos de esos libros. Los motivos son diversos, pero la crítica los muestra conscientes del poder la lectura. Leer no es solo un acto intelectual. Es acto vivencial, que influye en el lector y en su personalidad. Teresa reniega de esas lecturas porque le enfriaban en su vida espiritual; Cervantes reniega de estos libros porque es literatura imperfecta, que estraga los paladares, alejados de libros de más valor artístico.
        Por ser buenos lectores, por amar los libros y por ser inteligentes, tanto Teresa como Cervantes saben que los libros no son inocentes, que leer no es inocuo, que los libros no suelen pasar por los lectores como el agua entre las piedras. Los libros transforman, influyen, afectan… El Quijote es, precisamente, la historia de una metamorfosis provocada por la lectura. El Quijote es una novela sobre la lectura y sus efectos. Los libros influyen por su forma, su estilo, su lenguaje, su retórica… y por su contenido. Afectan tanto al deleitar como al aprovechar.
        Leer es importante. Pero leer (legere) es elegir. Y elegir es un acto comprometido. Deleitar y aprovechar. Lo estético, queramos o no, no puede divorciarse de lo ético.
       

martes, 22 de septiembre de 2015

EI currículo empaquetado: un abuso de poder

Muchos son los aspectos que se discuten con relación a las leyes educativas: su excesivo número, la falta de un consenso nacional, los métodos de evaluación, la edad de la educación obligatoria, la inclusión y la exclusión de unas y otras asignaturas… Pero, a mi juicio, no se plantea la cuestión fundamental: la legitimidad de los gobiernos para imponer un currículo, esto es, un plan de estudios completo, con poco margen de libertad para padres, profesores y alumnos.
            Cualquier modelo educativo es discutible, ninguno es perfecto; cada uno responde, lógicamente, a las más variadas concepciones antropológicas. Dichos paradigmas han de ser más objeto de debate de foros científicos y académicos que imposiciones gubernamentales o parlamentarias. Pues si toda ley educativa parte de unos presupuestos pedagógicos particulares, ¿por qué han de implantarse de forma monolítica? ¿Porque el Gobierno y el parlamento han salido de las urnas? Las elecciones no cohonestan una exhaustiva reglamentación de los planes de estudios, decretados desde el vértice de la pirámide estatal.
            El principal abuso de poder se produce, a mi parecer, al establecer las leyes educativas este currículo del que venimos hablando: el currículo que cada ministro de Educación, asesorado por unos determinados pedagogos, se ve en la necesidad de componer. Una ley decide que no haya ningún latín obligatorio; otra, que suban las matemáticas; aquella, que baje la filosofía… como si el contenido de los planes fuera patrimonio exclusivo de las inteligencias de sus señorías, reservando a las familias y a los profesores la función de ejecutores de sus dictados. ¿Por qué padres, profesores y alumnos no pueden participar más en la confección de su currículo? ¿No significa democracia, ante todo, participación?
            El Estado ha de intervenir como garante del derecho y deber fundamentales a la educación. Pero intervenir no es sustituir, suplantar, imponer, cerrar, invadir. El Estado mantiene una red de centros de enseñanza y concierta otros –unos y otros con los impuestos de los ciudadanos- y vela por que todos los niños y jóvenes se beneficien, al menos, de la enseñanza obligatoria. Parece razonable que el Estado posea una cuota en la configuración del itinerario académico de las etapas primaria y media: pero un porcentaje, quizá el 50%.




            Padres, profesores y alumnos, familias y centros educativos han de poseer un amplio margen para elegir lo que quieren ser, lo que quieren saber, lo que quieren hacer. Un centro puede decidir que la educación física sea una materia transversal, o la música, o el latín. Un centro puede decidir que el teatro, o la danza, o las artes marciales formen parte de su currículo, porque entiendan que psicomotricidad, música y defensa personal son aspectos esenciales en la formación de sus alumnos. Una escuela puede apostar por la formación lingüística, hacer del latín una materia basilar que, entre otras cosas, facilite a los hispanos comprender que gallego, castellano y catalán son ramas de un mismo tronco. ¿Por qué una escuela de cualquier lugar de España no puede impartir a todos sus alumnos gallego, castellano y catalán? ¿No cabe incluir el vasco, que posee múltiples préstamos latinos y que a su vez ha influido en las restantes lenguas hispánicas? ¿Por qué un colegio no puede recoger el guante lanzado por Platón y hacer de la gimnasia y de la música materias troncales de su plan de estudios?
            La LOMCE acaba de imponer otro currículo; la oposición anuncia que, si logra una mayoría suficiente, revocará la LOMCE e impondrá, a su vez, otro currículo como los de la LOE o la LOGSE.

No es razonable que los políticos limiten derechos de padres, profesores y alumnos impidiéndoles participar en el diseño de su proyecto vital y profesional. Hay que combatir los currículos invasivos y desalojarlos de las leyes educativas. La identidad personal, familiar, profesional y escolar ha de poseer su espacio y reflejarse en cada centro educativo. 

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Modelos y estereotipos literarios

La literatura, como decía Horacio, no solo deleita: también “aprovecha”, “enseña”, aporta ideas, aunque lo haga de manera “deleitosa”, mediante poemas, narraciones o diálogos dramáticos con energía retórica, cautivadora. El ser humano es mimético, por eso le agradan mucho las imitaciones en el arte. La literatura no solo ofrece imitaciones de escenas o de acontecimientos, sino también auténticos modelos antropológicos. Desde los griegos hasta ahora han ido desfilando una serie de prototipos:  

·         héroe (Ilíada)
·         campesino (Los trabajos y los días)
·         atleta (Lírica de Píndaro)
·         amante de la sabiduría (Sócrates)
·         orador (Cicerón)
·         mártir y santo  
·         caballero
·         donna angelicata (Beatriz)
·         cortesano (Castiglione)
·         discreto (Pascal)…

La literatura, al escribirse, (literatura procede de letra) nos permite viajar de adelante hacia atrás y de atrás hacia delante; podemos comparar creaciones del presente con las del pasado, y  constatar que ni cualquier tiempo pasado fue peor ni cualquier manifestación del presente es mejor. La literatura hace posible que escapemos de la jaula de la cultura dominante.


Josef Ratzinger ofrece un testimonio interesante sobre el papel que puede desempeñar el conocimiento del pasado para desenmascarar los males del presente:

En el Instituto de Traunstein, el nacionalsocialismo había logrado, por el momento, cambiar pocas cosas. Ningún docente de latín y griego de la vieja guardia se había adherido al partido, pese a la considerable presión ejercida sobre los funcionarios. Poco después de mi ingreso en el Instituto, el subdirector de la escuela fue expulsado por no ser favorable a los nuevos patronos. Rememorando aquellos años de estudio, encuentro que la formación cultural basada en el espíritu de la antigüedad griega y latina creaba una actitud espiritual que se oponía a la seducción ejercida por la ideología totalitaria.

Cada modelo antropológico ofrece algún rasgo interesante: ninguno es perfecto. El modelo se sitúa en el ámbito del deber ser, lo que estudia la filosofía de la conducta, la ética. Lo ético se relaciona también con lo justo, pero no se identifica con él. No todo lo inmoral es injusto. La justicia, que es más restrictiva que la ética porque se circunscribe a determinadas relaciones sociales, ha sido definida como la voluntad permanente de dar a cada uno lo suyo. Una fórmula expresa claramente lo que puede significar la justicia en la vida social, e incluso personal: que la fuerza de la razón prevalezca sobre la razón de la fuerza.
        La injusticia suele suponer un abuso de poder, una imposición del fuerte sobre el débil. En la cultura actual justicia suele identificarse con democracia. Pero la realidad es más compleja: también una mayoría puede imponerse por la fuerza frente a una minoría en función del número y no de la razón.
        La literatura no solo ofrece modelos; también estereotipos. Creonte, rey de Tebas en la Antígona de Sófocles y Claudio, rey de Dinamarca en Hamlet de Shakespeare son prototipo de tiranos.
        Y es que el abuso de poder tiene muchas caras: la cara de perro de Creonte en la Antígona de Sófocles; la cara complaciente de Claudio en Hamlet. El poder puede extralimitarse en cualquier momento de su ejercicio: no solo en el inicio, sino en todo su desarrollo. Esta vital distinción, olvidada a menudo, se manifiesta de un modo ejemplar en Antígona y Hamlet. Antígona denuncia el ejercicio del poder; Hamlet, la legitimidad del poder.
        El actual pensamiento dominante pone el acento en la  legitimidad del poder; y deja en un segundo plano la legitimidad de la legislación, como si la justicia de una ley estuviera garantizada por el solo hecho de que el gobierno o el parlamento que la promulgue es democrático.
        La Antígona de Sófocles pone sobre el tapete una cuestión de interés permanente, ─y esto es lo que la hace clásica─: el abuso de poder de la ley de un gobernante legítimo. Creonte es el gobernante legítimo de la ciudad griega de Tebas. Pero ha ordenado no dar sepultura a su sobrino díscolo, Polinices, que ha combatido contra la ciudad y ha muerto en el ataque, frente a su hermano Eteocles, que igualmente ha muerto. Sepultura para Eteocles, el sobrino fiel; no sepultura para Polinices, el sobrino enemigo.
        Antígona, hermana de ambos hermanos y, por tanto, sobrina de Creonte, no está dispuesta a que Polinices se descomponga a la intemperie y sea pasto de alimañas. Decide enterrarlo, frente a la prohibición que condena a muerte a quien la desobedezca. Antígona argumenta que Creonte no tiene derecho a prohibir esa sepultura, que esa prohibición supone atravesar un límite. Antígona está diciendo que el poder no es absoluto. Si fuera absoluto no habría más ética, más justicia que la del gobernante, máxime si es legítimo. Pero Antígona subraya la existencia de otras leyes, no escritas, enmarcadas en una dimensión divina, eternas, vinculantes: y el derecho a enterrar a los familiares se incluye ahí.
        Esta tragedia sofoclea permite la reflexión sobre la universalidad, la posibilidad y la conveniencia de una ética, al plantear un conflicto entre leyes eternas y leyes positivas, el uso y el abuso del poder.
        La tragedia griega y sus historias mitológicas induce a debatir sobre grandes cuestiones: justicia, venganza, libertad, destino, error, culpa… sin necesidad de involucrar a personajes históricos. Igualmente, el carácter atemporal o legendario de los mitos favorece la universalización de los temas, la creación de símbolos y estereotipos.
        ¿En qué medida la literatura aporta ideas y no solo goce estético? Horacio afirmó que los poetas enseñan o deleitan o ambas cosas a la vez. El caso de la tragedia griega es paradigmático. La fuerza dramática se compagina con un enorme contenido antropológico. El diálogo trágico es en cierta medida un diálogo filosófico en acción encarnado en los personajes.
La Antígona sofoclea comienza después de que Eteocles y Polinices, los dos hijos de Edipo, rey de Tebas ya fallecido, se han enfrentado, y han muerto ambos en el combate. El poder ha pasado a manos de su tío Creonte, que ha enterrado con honor a Eteocles y ha dejado insepulto a Polinices, porque luchó contra la ciudad, es decir, fue un enemigo.
Ambos hermanos tienen dos hermanas: Antígona e Ismene. Antígona, impulsiva; Ismene, sosegada. Antígona resuelve enterrar a su hermano, a pesar de la prohibición de su tío Creonte.
Cuando Creonte se entera de que Antígona ha echado tierra sobre el cadáver de Polinices, monta en cólera, y recrimina a Antígona que le haya desobedecido. Antígona se mantiene firme.

CREONTE: Y tú contéstame sin largos discursos sino de manera concisa: ¿sabías que un edicto ordenaba que nadie hiciera lo que tú has hecho?
ANTÍGONA: Lo sabía. ¿Cómo no iba a saberlo si era conocido de todos?
CREONTE: ¿Y aun así osaste transgredir estas leyes?
ANTÍGONA: Es que no fue Zeus, ni por asomo, quien dio esta orden, ni tampoco la Justicia aquella que es convecina de los dioses del mundo subterráneo. No, no fijaron ellos entre los hombres estas leyes. Tampoco suponía que esas tus proclamas tuvieran tal fuerza que tú, un simple mortal, pudieras rebasar con ellas las leyes de los dioses anteriores a todo escrito e inmutables. Pues esas leyes divinas no están vigentes, ni por lo más remoto, sólo desde hoy ni desde ayer, sino permanentemente y en toda ocasión, y no hay quien sepa en qué fecha aparecieron. ¡No iba yo, por miedo a la decisión de hombre alguno, a pagar a los dioses el justo castigo por haberlas transgredido! Pues que había de morir lo sabía bien, ¡cómo no!, aunque tú no lo hubieras advertido en tu comunicado. Por otro lado, si he de morir antes de tiempo, yo lo cuento como ganancia, pues todo aquél que, como yo, vive en un mar de calamidades, ¿cómo se puede negar que hace un gran negocio con morir? Por eso, ¡lo que es a mí, obtener este destino fatal no me hace sufrir lo más mínimo; en cambio, si hubiera tolerado que el nacido de la misma madre que yo, fuera, una vez muerto, un cadáver insepulto, por eso sí que hubiera sufrido! Pero por esto no siento dolor alguno. Por lo que a ti respecta, si mantienes la idea de que ahora me estoy comportando estúpidamente, casi puede afirmarse que es un estúpido aquél ante quien he incurrido en estupidez.

CORIFEO: Ello evidencia el terco genio que le viene a la muchacha del terco de su padre; y no va con ella ceder a las adversidades.
CREONTE: Sin embargo, tienes que saber que los temperamentos duros en demasía son los que más se desmoronan, y que el potentísimo hierro, por muy duro que resulte al ser templado a fuego, podrías ver que se quiebra y hace añicos infinidad de veces. En cambio, tengo visto que los caballos que se encabritan se sujetan con un simple bocado. Es que no le va bien ser jactancioso a nadie que es esclavo del prójimo. Esa, ya antes cuando transgredía las normas propuestas, sabía muy bien que su comportamiento era un desafío, y, después de haber cometido esa barbaridad, he aquí el segundo desafío: ufanarse de ello y reírse por haberlo cometido. Ciertamente que no soy yo un hombre de verdad, sino que el hombre de verdad lo es ella, si el triunfo que ha logrado le ha de quedar impune. Al contrario, aunque es, por un lado, hija de mi hermana y, por tanto, en razón de nuestra consanguinidad más próxima a mí que la totalidad de los miembros de nuestro hogar que patrocina Zeus, ella y también su hermana no escaparán al destino más calamitoso. Pues, en efecto, también a aquélla la inculpo, en igual medida que a ésta, de haber planeado este enterramiento. Llamadla también, pues acabo de verla, en casa, rabiosa y sin control de sus sentimientos. Es que el apasionamiento de que dan prueba los que en la sombra andan maquinando cualquier cosa de forma indebida es un ladrón que los traiciona, y por eso suele ser sorprendido antes de cometer el propio delito. Sin embargo, no dejo de odiar también a aquél que, sorprendido en un acto pérfido, osa luego dignificar ese proceder.
ANTÍGONA: ¿Pretendes algo más duro que matarme, después de hacerme tu prisionera?

Hay mucha carga emocional en los diálogos, porque tanto Antígona como Creonte se muestran indignados e inflexibles desde casi el principio, pero nosotros debemos hacer un análisis racional de los discursos, si queremos extraer ideas válidas para nuestro tiempo.
Antígona explica breve pero claramente por qué ha infringido la ley, es decir, da razón de su actuación: no ha obrado por capricho, no ha sido el suyo un ejercicio de voluntarismo; Creonte, en cambio, no responde a esos argumentos, no contempla la posibilidad de que su ley sea justa o injusta; solo exige que se cumpla la ley porque es la ley, su ley, legítimo gobernante, pero no da razón de la ley; no dialoga sobre la ley; no admite críticas contra la ley.
La indignación de Antígona no facilita el diálogo; la indignación de Creonte tampoco, y este incurre en graves errores de apreciación que imposibilitan el esclarecimiento de los hechos y del derecho. Creonte convierte habitualmente las hipótesis en certezas.
Antígona contrapone las leyes escritas a las no escritas. Para ella hay dos tipos de leyes, hay dos dimensiones, plantea una dialéctica entre dos ámbitos. Hay dos tipos de leyes y ambas externas al sujeto. Pero unas están escritas (es derecho positivo) y otras no, no están escritas. Pueden calificarse de leyes naturales, están inscritas en la naturaleza. Unas leyes son explícitas y otras, implícitas. Unas están promulgadas y otras inscritas en el mundo, y el hombre puede conocerlas, y al hombre obligan.
Al calificar de inmutables a las leyes no escritas, Antígona establece que las leyes escritas se subordinan a las no escritas, que son inmutables, atemporales y obligatorias.
¿Qué es una ley? Una ley es una formulación lingüística, por tanto un enunciado lógico, con contenido racional.
Las leyes no escritas son leyes. No pertenecen al ámbito del misterio. El calificativo inmutable acerca la ley a la geometría; la atemporalidad a la metafísica. La obligatoriedad las convierte en vinculantes, y les dota de una dimensión moral.
Pienso que la Antígona de Sófocles no contrapone lo racional frente a lo moral. Tan racional es la norma de Edipo como la norma no escrita, y ambas poseen implicaciones morales.
Tampoco se trata de enfrentar lo objetivo frente a lo subjetivo. Para Antígona, esas leyes atemporales no son subjetivas, no están insertas en su conciencia. Están fuera, están en el mundo, en la naturaleza, y son cognoscibles.
No es conciencia frente a ley: es ley frente a ley.
No es individuo frente a Estado: es negar el absolutismo del Estado. Ab-soluto significa suelto de cualquier ligadura: última instancia.
Antígona nos está diciendo que el Estado y sus normas son penúltima, no última, instancia.
Analicemos ahora un diálogo entre Antígona e Ismene:

ISMENE: Pero ¡cómo! ¿Es que se te ha ocurrido pensar enterrarlo cuando es cosa denegada a la ciudad?
ANTÍGONA: Sí, porque se trata de mi hermano, y también del tuyo aunque no quieras. Pues, al enterrarlo, no resultaré convicta de haber cometido una traición.
ISMENE: ¡Oh tú, que no te detienes ante nada! ¿Serás capaz, a pesar de que Creonte lo tiene prohibido?
ANTÍGONA: Sin embargo, no le compete en absoluto separarme de lo que es mío.
Es un honor para mí morir cumpliendo este deber.
tras haber perpetrado santas acciones, porque es más largo el tiempo durante el que debo agradar a los de abajo que el tiempo durante el que debo agradar a los de aquí arriba, pues allí yaceré por siempre. Pero tú, si es tu gusto, continúa despreciando lo que los dioses aprecian.

        Las leyes no escritas vinculan al hombre, lo obligan moralmente. Si no las cumple, Antígona cometería el pecado de traición. Y hay otra cuestión, y es el deslinde de competencias. Para Antígona el poder humano no es omnipotente: está limitado. A Creonte “no le compete en absoluto” separarle de lo suyo. Lo que nos recuerda a la definición tradicional de justicia: “dar a cada uno lo suyo”. La familia, particularmente, es lo de cada uno. Enterrar al hermano es un deber particularmente propio de la familia. El poder civil no puede prohibirlo, no tiene derecho a hacerlo. El derecho no es omnímodo.
        Rocío Orsi[1] aduce que Meier[2] (1993, p. 195) sostiene que, al igual que en Áyax, Sófocles quiere transmitir la idea de que “el antagonismo tiene que verse limitado por la solidaridad humana”. En esta obra, Tiresias y Hemón no tienen el mismo éxito que Odiseo en Áyax, entre otras cosas porque nunca consiguen hacerse escuchar por Creonte.
        Límites. El poder no es absoluto. Es criticable desde la razón.



[1] El saber del error. Filosofía y tragedia en Sófocles, Plaza y Valdés / CSIC, Madrid / México D. F., 2007: 223:
[2] Meier, M., 1993: The Political Art of Greek Tragedy, Cambridge, Cambridge University Press.

lunes, 7 de septiembre de 2015

Pero la excelencia radica en la virtud

Tres mentes lúcidas: Séneca, en la Edad Antigua; Dante, en la Edad Media; y Cervantes, en la Edad Moderna coinciden en este punto: la nobleza radica en la virtud, no en la sangre. La bondad, la excelencia no se transmiten por los genes: residen en la virtud, es decir, en la conquista personal de sí mismo que hace posible el amor al prójimo. No es bueno el hijo de aristócratas por el mero hecho de serlo, sino el prudente, el justo, el fuerte y el templado, o sea, el virtuoso. Ya se entiende que la virtud es algo dinámico, que siempre puede crecer, y en lo que hay que comenzar y recomenzar de continuo. Pero no es la sangre, en definitiva, la que nos hace buenos, sino las buenas obras.
En la Edad Contemporánea otros sucedáneos han pugnado y pugnan por sustituir a la virtud como causa de excelencia: la raza, la lengua, el Estado, el bando político (izquierda o derecha), la democracia, la sexualidad. Sí. Para unos hay razas superiores; para otros, la propia lengua posee una sublimidad casi sacra que, como el rey Midas, convierte en oro lo que toca; para muchos, el Estado y lo público son el ámbito de lo justo frente a la oscura mezquindad de lo privado. Por lo demás, la bipolaridad izquierda / derecha se emplea para demonizar a unos y angelizar a otros. La democracia, en fin, no como participación en la cosa pública, sino como religión y moral, se transforma en un dios mundano que santifica al servidor y condena al crítico. Finalmente, la exaltación de la libido, la reducción del cuerpo a reclamo sexual se presentan como sello de lo que en otro tiempo era la distinción nobiliaria.
Por el contrario, la excelencia se encuentra en la virtud.
Solo las buenas obras hacen buenos o en vías de serlo a hombres y mujeres.
La raza, la lengua, el funcionariado, ser de izquierdas o de derechas, votar religiosamente o la decisión de cambiar de sexo no garantizan la honestidad. Se puede ser todo eso y, a la vez, un perfecto indeseable. No, en cambio, puede suceder así con la virtud. No se puede ser prudente, justo, fuerte y templado y, al mismo tiempo, mala persona. No es posible. Pueden tenerse defectos y pueden perderse en todo o en parte las virtudes; pero, el virtuoso es, en el buen sentido de la palabra, bueno.
El ser humano no es fragmento de placas que chocan entre sí en el curso de la historia, ni miembro de una manada; no pertenece a una raza que, más fuerte, se sobrepone a otras; no es un soporte del Estado; no es un hablante santificado por su lengua; no es un elemento del partido a la cabeza del progreso; no es sensato ni justo por el hecho de votar. No. No es eso. No es solo eso, no es, sobre todo, eso. Es un ser racional y libre, que vive ante el dilema de la prudencia y la imprudencia; de la justicia y la injusticia; de la fortaleza, la temeridad y la cobardía; de la templanza y la intemperancia.
Somos buenos, malos o regulares por nuestras buenas, malas o regulares obras. Somos excelentes o execrables por nuestra conducta, que puede ser racional o irracional.
Somos responsables: no completamente responsables, pero tampoco completamente irresponsables.
La ideología de género ─análisis marxiano aplicado a la diferencia sexual─ presenta como conquista la supresión de la identidad sexual “recibida” y propugna la sexualidad “decidida”. Pero se sea hombre, mujer, heterosexual, homosexual o transexual, no se es “excelente” o “bueno” por eso. Como no se es “excelente” o “bueno” por ser rubio, moreno, o pelirrojo; alto o bajo; calvo o peludo; escuálido o rollizo. La excelencia no radica en la corporalidad, sino en la “gestión” de lo corporal, o sea, en las obras. Un cuerpo lacerado, mutilado y avejentado puede portar un maravilloso ser humano.



La excelencia radica en la virtud, y la virtud, como repite Séneca, es camino de felicidad; felicidad que no cae del cielo por nuestra raza, identidad cultural, Estado, partido o sexualidad. La felicidad será en buena medida consecuencia de nuestras buenas obras, de nuestras virtudes, o no será.
Todos los sucedáneos de la virtud menosprecian a la persona humana, a la persona concreta que es inteligente, libre, pasional. Los sucedáneos entregan al hombre en manos del grupo. Son darwinismos materialistas, deterministas. Frente a ese monismo, frente a ese gregarismo, zoologismo… repetimos con Séneca, con Dante, con Cervantes: Sí. Somos libres. Somos artífices de nuestro destino. Podemos obrar bien, ser virtuosos, ser felices…
La Biblia abona la percepción de Séneca, Dante y Cervantes. Dios creó a un hombre y a una mujer; los creó a su imagen, libres y responsables. Dios no creó un colectivo. Y en el Evangelio se ensalza y se condenan las buenas y las malas obras (tuve hambre y me diste o no me diste de comer); no la raza, ni la condición sexual, ni el bando político, ni los convencionalismos sociales… “Del corazón proceden las malas intenciones, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las difamaciones. Estas son las cosas que hacen impuro al hombre, no el comer sin haberse lavado las manos”. (Mateo 15, 19-20). En el interior del hombre se gesta el bien y el mal, la virtud y el vicio, la excelencia y la corrupción.

Séneca, Dante y Cervantes contrapesan los colectivismos, determinismos y zoologismos contemporáneos, esa imagen del hombre como grupo de simios liberado por un iluminado. Y nos recuerdan qué bella y alegre es la virtud.  

viernes, 4 de septiembre de 2015

Los géneros de la violencia

La violencia, más que radicar en el género, anida en las personas. Género es una categoría gramatical y taxonómica, descriptiva, sin connotaciones morales. El concepto de género es abstracto, como todos los conceptos. Las personas reales, hombres y mujeres, poseemos un gen de la violencia que podemos combatir pero que de hecho aflora de un modo u otro. De los animales no creo que pueda decirse que son violentos del modo en que empleamos ese adjetivo para los humanos. Los animales luchan por la supervivencia, carecen de malicia. Las personas, sí, hombres y mujeres podemos ser pacíficos o violentos. El ser humano se va forjando mediante sus decisiones a lo largo de la vida. Lo normal es que no seamos pacíficos o violentos en estado puro, sino que haya en nosotros actitudes cordiales o agreesivas en distintas proporciones y con diversas manifestaciones.
No parece razonable estigmatizar a los varones con la violencia. Para un análisis bipolar, tan grato a la Edad Contemporánea, es muy socorrido destacar la violencia varonil frente a la femenil. Reducir el mundo humano a dos elementos en conflicto ha sido un método muy fructífero (y dañino) desde la Revolución francesa hasta nuestros días. Girondinos / jacobinos; izquierda / derecha; burguesía / proletariado; público / privado… y hombres / mujeres… Ese trastorno bipolar, de gran rentabilidad política, despliega una notable energía manipuladora. Quizás esta interpretación bipolar sea un maniqueísmo redivivo: un principio del bien y del mal en combate. El problema es que el mal y el bien andan mezclados, e identificar el mal con una clase, un grupo, un género, etcétera, suele ser reduccionista y por tanto injusto.


                Parece claro que el varón, por su constitución psicosomática, es más proclive a la violencia física. Pero la física no es la única violencia. Sí es quizás la más ostensible, la más noticiable. Pero la noticiabilidad no es el rasgo principal de las cosas. No debería serlo. Hay otras formas de violencia: resentimientos, reproches, agravios, insultos, desprecios, imposiciones, enfados, indiferencias, obcecaciones… No veo razonable pensar que el pecado original, la inclinación al mal o como queramos llamarlo haya afectado más a los varones que a las mujeres.
                Para que las terapias sean eficaces, los diagnósticos han de ser lo más completos posibles, sin restricciones mentales.
                Si hablamos de relaciones de pareja, y de la violencia que surge en ella, no se puede escamotear ningún análisis. El tipo de relación es muy pertinente: estable, inestable, matrimonial, pasajera, comprometida, sentimental… Si las agresiones físicas se producen en su mayor parte entre parejas de hecho, habrá que concluir que ese tipo de relación puede ser factor de riesgo. Lo contrario sería negar la evidencia.
                Si denunciamos la violencia en las parejas, no puede excluirse el aborto, que no es solo violencia contra el nasciturus sino también contra la mujer, que ha de padecer la irresponsabilidad del varón en un proceso en el que se lava las manos sin mediación quirúrgica. Violencia también la constituyen los ataques a la racionalidad en las relaciones de pareja en beneficio de una hipertrofia de la voluntad y de las emociones. Todas las tradiciones sapienciales coinciden en que la prudencia, la cordura, la razón, en definitiva, ha de conducir el timón de la vida. El divorcio express, por ejemplo, socaba esa presencia del logos, del contrato y del compromiso. La vida humana y, máxime, la afectiva, navega entre razón y pulsión. Desprestigiar la razón no es el óptimo camino de combatir la violencia. Ya señaló el inefable Umbral la contradicción de querer revestir de derecho a las parejas de hecho. El derecho, cuando es justo, protege los hechos. La razón contrapesa las pulsiones. Violencia y pasión son del mismo género. Razón y voluntad contribuyen a humanizar las relaciones sexuales entre las personas.
                Son los géneros de la violencia, más que la violencia de género. 

martes, 1 de septiembre de 2015

Estatuas, catedrales, publicidad

Tan connatural es la publicidad en las ciudades actuales como extraña en las antiguas. Vallas publicitarias, paradas de autobús, vehículos, fachadas en obras… un sinnúmero de elementos urbanos se convierten en soporte publicitario que incentiva el consumo.
Si viajamos a una ciudad griega, romana, medieval, moderna o contemporánea hasta hace unos decenios, no se nos mostrarán como espacios publicitarios. En una ciudad griega o romana había estatuas, de dioses, de héroes, de magistrados, de benefactores, de ciudadanos ilustres. La era grecolatina es una edad antropomórfica. Las estatuas muestran cuerpos humanos generalmente bellos o bellamente esculpidos. Los propios dioses son antropomórficos. El hombre era la medida de todas las cosas. Los viandantes podían admirar la belleza de los seres representados, la belleza de la representación, la belleza de las gestas divinas o humanas que evocaban. Las esculturas eran incitación a la mímesis, a la emulación. Julio César lloró al contemplar una estatua de Alejandro Magno porque pensó qué lejos se encontraba de parecerse al general macedonio. La ciudad romana tenía su epicentro en el foro, donde estatuas de dioses y hombres presidían la actividad política y comercial.
La ciudad medieval gira en torno a la catedral, edificio de notables proporciones que dispara sus torres hacia el cielo. La Edad Media es teocéntrica. Si las estatuas incitaban al grecorromano a verse capax gestarum, capaz de hazañas; la catedral ilumina al hombre medieval como capax Dei, receptor de Dios y de su gracia. Ni el hombre antiguo era un héroe ni el medieval un santo, pero lo heroico y la santidad planean sobre ellos como modelos antropológicos. Héroes y santos son admirados, y sus historias, relatadas.
Los templos griegos y romanos son, salvo excepciones, de factura inferior a las catedrales medievales. Son templos a la medida del hombre y de sus dioses antropomórficos, lejanos del gigantismo oriental. El arte griego descubre la medida. Lo bello no ha de ser gigante, sino proporcionado, armónico. Las columnas dóricas, jónicas y corintias, troncos arbóreos estilizados, pueden asimilarse a tipos masculinos o femeninos. Los templos son espacios para el sacrificio, no para la oración ni la predicación. La catedral cristiana es otra cosa. Variaciones de la planta basilical, las catedrales acogen a los fieles, que pueden asistir al culto. La catedral, verdadero palacio de Dios para el pueblo, viene a ser una especie de remedo del paraíso, donde la luz se transfigura en las vidrieras, donde la altura provoca la mirada hacia los arcos y bóvedas. El hombre medieval comparte su vida, a menudo áspera, con Dios, la Virgen y los santos. Las catedrales confirman una dimensión ultraterrena que ilumina la vida terrena, que transfigura las acciones humanas. El ideal de la santidad, con ser elevado, es más asequible al hombre o la mujer de a pie que los trabajos de Hércules. El modelo de los santos, el modelo de la Virgen-Madre o el del Cristo crucificado son más cercanos.
En la ciudad contemporánea la publicidad incita al consumo. Ya no se trata de la mímesis de lo heroico o de la amistad con Dios, sino del consumo, un consumo ilimitado y competitivo. El modelo antropológico que subyace en la sociedad de consumo es el de productor-consumidor, definición que comparte el hombre con los animales, si bien un animal suele consumir lo que necesita, en tanto que el hombre puede consumir por consumir, competir por la sofisticación. Es el triunfo del mercado, el gobierno del mercado, el paroxismo del mercado.
Edad antropomórfica, edad teocéntrica, edad mercatólatra. Ciudades con estatuas, ciudades con catedrales, ciudades con publicidad. En los dos primeros casos, admiración e incitación a la excelencia o al agradecimiento: ser famoso, ser bueno, ser mejor; en el tercer caso, importa más el estar que el ser: estar mejor, consumir más. El mundo antiguo mira hacia la mos maiorum, las costumbres de los antepasados o las vidas de los santos. El mundo contemporáneo –me refiero al económicamente boyante- trabaja por el bienestar.